EL MONOTEÍSMO DEL MERCADO |
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El mercado es un lugar de intercambio de toda sociedad que implica una división del trabajo, desde los talleres de la prehistoria, cuyos stocks de sílek tallado atestiguan que no estaban destinados al uso personal sino al trueque (a cambio de otros medios de vida), hasta el tradicional mercado de pueblo, donde cada cual aporta sus huevos, sus pollos o sus legumbres para venderlos y procurarse así otros productos -herramientas, vestidos- o pagar los servicios del herrero o del barbero.
Ciertamente, en entre ambas formas de mercado hay una diferencia: la existencia de un intermediario, la moneda, que originalmente sirve como instrumento de medida para reducir a un denominador común los productos de trabajos que difieren tanto por su calidad como por su cantidad. Hasta aquí, sin embargo, el mercado sigue siendo un medio de comunicación e intercambio. Los fines últimos de la vida se definen al margen de él: vienen establecidos por las jerarquías sociales, las morales implícitas o explícitas, las religiones cuyo origen y fundamento es ajeno al mercado. El mercado sólo llega a convertirse en una religión cuando se erige en regulador único de las relaciones sociales, personales o nacionales, fuente única de la jerarquía y del poder.
No vamos a trazar aquí la historia de esta mutación, a cuyo término todos los valores humanos se han convertido en valores mercantiles, incluidos los valores del pensamiento, las artes o la conciencia. Nos contentaremos con señalar las consecuencias -económicas, políticas, espirituales- de la fase última de este ciclo, y dibujar algunas pistas para liberarnos de ese reduccionismo y de esa entropía humana en lo que algunos teóricos norteamericanos del Pentágono, y sus discípulos de todo el mundo, ven (según el título del libro de Fukuyama el fin de la historia).
Si esta deriva llegara a su destino, no estaríamos tanto ante un fin de la historia como ante un fin del hombre y de lo que le caracteriza: la trascendencia de su proyecto, que no nos permite abandonarnos a determinismos económicos dirigidos por leyes naturales -ni a esas espontaneidades instintivas y animales que reinan en el mar, donde el pez grande se come al chico, o en la tierra, en el despilfarro biológico de millones de gérmenes o espermatozoides para la azarosa formación de un embrión.
Del fin de la historia al fin del hombre
En efecto, lo que caracteriza a este monoteísmo del mercado, es decir, a este liberalismo totalitario, es el desprecio de la libertad humana, la voluntad de mutilar su dimensión específica de ser capaz de formar proyectos que no sean una simple prolongación de su pasado, de sus instintos animales o de su interés individual.
Adam Smith ya proponía esta abdicación: "Las grandes líneas del mundo económico actual no han sido trazadas siguiendo un plan de conjunto salido del cerebro de un organizador y deliberadamente ejecutado por una sociedad inteligente, sino por una acumulación de innumerables trazos dibujados por una masa de individuos que obedecen a la fuerza instintiva e inconsciente de la prosecución de un fin".
Desde Smith a F.von Hayek, pasando por Bastiat y Friedman, la noción de proyecto es sistemáticamente recusada.
¿En qué momento ha comenzado esta secesión del hombre respecto a su vocación? No es una cuestión de escala en la expansión geografía del intercambio. La ruta de la seda o la de las especias no cambió radicalmente esta vocación del hombre: las caravanas que recorrían Asia y los navíos que se lanzaban a los océanos trasportaban ciencias, técnicas, espiritualidades y artes nacidas de la experiencia de todos los pueblos -desde las invenciones decisivas que permitieron una brusca expansión de la cultura (como la del papel de los chinos, transmitida a Europa por los árabes) hasta las espiritualidades de la India, que a través de Alejandría y Plotino despertaron el descubrimiento interior del principio vivo y creador de todas las cosas.
La dominación árabe en el Mediterráneo iba a conducir a la idea de rodear este mar para ir a la conquista de las fuentes de metal precioso ya costeando Africa, como los portugueses, ya atravesando el Atlántico para alcanzar la fabulosa Asia, como los españoles. Esta mutación fundamental tiene lugar entre la toma de Constantinopla por los turcos, en 1453, y la invasión de América por los conquistadores desde 1492. El "hambre de oro" fue el motor de la gran aventura. Tan tenaz en su ambición y tan feroz en sus métodos que los indios de América llegaron a creer que el oro era el dios de los cristianos, como recuerda el bello libro del padre Gutiérrez Dios y el oro de las Indias occidentales. En efecto, el oro confería el poder de un dios. Apoyándose en la banca más fuerte de Alemania, la de los Fugger, para corromper a los grandes electores y vencer a sus rivales Francisco I y Enrique VIII, Carlos V se convirtió en emperador y soñó con crear un imperio mundial. Por primera vez, el dinero daba directamente el poder.
Miseria programada para las multitudes
Hoy nos es posible reconstruir la trayectoria del modelo occidental de crecimiento, tras el mortal desvío que supuso el pretendido Renacimiento, es decir, el nacimiento de la civilización de lo cuantitativo y de la razón instrumental -la razón cartesiana-, es decir una religión de los medios, a la que se ha mutilado la dimensión primordial de la razón: la reflexión sobre los fines últimos de la vida y su sentido.
Smith a finales del XVIII y Karl Marx a mediados del XIX analizaron el capitalismo en la época de su expansión y llegaron a prospectivas diferentes. Smith, a quien se llama "el padre de la economía política", desarrolló en 1776, en su libro fundamental Indagación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones, una teoría del crecimiento, llamada "clásica", que sigue siendo hoy la línea directriz de lo que todavía hoy se llama "liberalismo". Su tesis es que si cada cual se deja guiar por su interés personal de lucro, se realizará el interés general. Una mano invisible asegura la armonía. Karl Marx, al contrario, partiendo de un análisis profundo de la obra de Smith, reconoce que el capitalismo así concebido creará grandes riquezas y estimulará el desarrollo de las técnicas (y en El Capital no oculta su admiración por el dinamismo prometeico del sistema), pero al mismo tiempo creará terribles desigualdades y miseria.
En nuestros días, esta polarización creciente de la riqueza en torno a una minoría y de la miseria en torno a las multitudes se ha hecho evidente tanto a escala mundial como en el interior de cada nación. ¿Quién ha dado, pues, la previsión más acertada sobre el futuro del capitalismo? ¿Adam Smith al afirmar que si cada cual persigue su propio beneficio se satisfará el interés general, o Marx al analizar los mecanismos de esta acumulación de la riqueza en un polo y de la miseria en otro?
Al final de la segunda guerra mundial, los acuerdos de Bretton Woods crearon el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y, un poco más tarde, el GATT, rebautizado como "organización internacional del comercio". Así se prolongó el viejo desorden colonial con lo que Bush llamó después "nuevo orden internacional", con la diferencia de que este es un colonialismo unificado bajo la dirección norteamericana, donde los antiguos colonizadores europeos son hoy los vasallos.
La religión del mercado
Esta religión -el monoteísmo del mercado-, que ejerce ya su hegemonía sobre todo el mundo, pero que no osa decir su nombre, tiene también sus Padres de la Iglesia. Thomas Hobbes, que proclamó el dogma fundamental de la competitividad: "El hombre es un lobo para el hombre". Bentham, que con su "aritmética de los placeres" definió esa profesión de fe según la cual todo valor es un valor mercantil, y todo placer es mensurable mediante su equivalente monetario.
Malthus, probo funcionario y teórico de la Compañía de las Indias Orientales, enunció una ley -la población crece más rápido que la producción de subsistencias- que jamás ha conocido la menor verificación experimental, pero que tenía la ventaja, para los patronos de su compañía y para los demás colonialistas, de justificar el despoblamiento de la India en el momento en que se estaba destruyendo sus cultivos alimentarios para imponer el monocultivo del algodón. Así, desde Malthus a la Conferencia de El Cairo, pasando por Kissinger, se ha formulado no una ley universal de la población, sino el postulado de todo sistema capitalista y colonialista, que es decir a los más necesitados: "Tened menos hijos para que los que ya estamos satisfechos podamos continuar con nuestro derroche y nuestra dominación".
El "nuevo orden internacional", inspirado por esta teología, difiere del antiguo desorden colonial en los medios de dominación que emplea. Desde el momento en que cinco siglos de colonización han desestructurado ya las economías de las tres quintas partes del mundo destruyendo sus cultivos en provecho de los monocultivos o de monoproducciones que prolongan las economías de las metrópolis, de forma tal que la dependencia crea el subdesarrollo e incluso el hambre, la presencia militar deja de ser el instrumento único de dominación salvo en caso de herejía mayor, como por ejemplo el rechazo de los diktats del FMI. Las presiones económicas y las sanciones, que van desde la simple negación de créditos hasta el embargo, bastan en la mayor parte de los casos.
El procedimiento más clásico es el que impone el FMI: esto que púdicamente se llama "ajustes estructurales". Sus componentes son los siguientes:
Bloqueo de los salarios y "libertad" de precios.
Disminución de las prestaciones sociales del Estado, lo cual afecta a las escuelas, los hospitales, las instituciones sociales y la seguridad social. Queda prohibido, por el contrario, tocar las inversiones (construcción, infraestructuras, etc.) y el FMI no ha pedido jamás que se reduzca el presupuesto militar.
Supresión de las subvenciones a la producción. Esta medida afecta esencialmente a as capas más pobres de la población.
Devaluación monetaria, que tiene por consecuencia que se exporte más y que se consuma menos producto interno.
Por último, privatización de las empresas del Estado para garantizar el control de la economía a las multinacionales.
La imposibilidad de una subsistencia autónoma en los pueblos cuya economía ha sido desestructurada por quinientos años de colonización y cincuenta años de FMI, ha conducido a un endeudamiento tal de estos países que el pago de los intereses de la deuda (por no hablar ya de su reembolso) es superior a la pretendida "ayuda" financiera de los países ricos. Aunque, en realidad, en este monoteísmo del mercado , cuya expresión económica es el liberalismo totalitario, son los pobres quienes subvencionan a los ricos. Desde 1980 a 1990, el nivel de vida de Iberoamérica ha bajado en un 15%; el de Africa, en un 20%.
Uno de los corolarios de la economía de mercado es el crecimiento, que consiste en producir, cada vez más y cada vez más rápido, no importa qué: útil, inútil o incluso nocivo o mortal. Desde la Coca-Cola hasta los instrumentos de la cultura del sinsentido, ya se trate de esa música de 120 decibeles para anestesiar la reflexión o del caleidoscopio de imágenes de televisión que desfilan a ritmo de embrutecimiento, el objetivo es siempre el mismo. El fin último del monoteísmo del mercado es meternos en la más falsa de las vidas, desde la caza de indios en los westerns y la jungla del dinero en Dallas, pasando por todas las formas de la violencia y lo inhumano, como Batman y Terminator, hasta la parábola de nuestra regresión hacia el mundo de los "dinosaurios".
Mercados de muerte
Ciertamente, en entre ambas formas de mercado hay una diferencia: la existencia de un intermediario, la moneda, que originalmente sirve como instrumento de medida para reducir a un denominador común los productos de trabajos que difieren tanto por su calidad como por su cantidad. Hasta aquí, sin embargo, el mercado sigue siendo un medio de comunicación e intercambio. Los fines últimos de la vida se definen al margen de él: vienen establecidos por las jerarquías sociales, las morales implícitas o explícitas, las religiones cuyo origen y fundamento es ajeno al mercado. El mercado sólo llega a convertirse en una religión cuando se erige en regulador único de las relaciones sociales, personales o nacionales, fuente única de la jerarquía y del poder.
No vamos a trazar aquí la historia de esta mutación, a cuyo término todos los valores humanos se han convertido en valores mercantiles, incluidos los valores del pensamiento, las artes o la conciencia. Nos contentaremos con señalar las consecuencias -económicas, políticas, espirituales- de la fase última de este ciclo, y dibujar algunas pistas para liberarnos de ese reduccionismo y de esa entropía humana en lo que algunos teóricos norteamericanos del Pentágono, y sus discípulos de todo el mundo, ven (según el título del libro de Fukuyama el fin de la historia).
Si esta deriva llegara a su destino, no estaríamos tanto ante un fin de la historia como ante un fin del hombre y de lo que le caracteriza: la trascendencia de su proyecto, que no nos permite abandonarnos a determinismos económicos dirigidos por leyes naturales -ni a esas espontaneidades instintivas y animales que reinan en el mar, donde el pez grande se come al chico, o en la tierra, en el despilfarro biológico de millones de gérmenes o espermatozoides para la azarosa formación de un embrión.
Del fin de la historia al fin del hombre
En efecto, lo que caracteriza a este monoteísmo del mercado, es decir, a este liberalismo totalitario, es el desprecio de la libertad humana, la voluntad de mutilar su dimensión específica de ser capaz de formar proyectos que no sean una simple prolongación de su pasado, de sus instintos animales o de su interés individual.
Adam Smith ya proponía esta abdicación: "Las grandes líneas del mundo económico actual no han sido trazadas siguiendo un plan de conjunto salido del cerebro de un organizador y deliberadamente ejecutado por una sociedad inteligente, sino por una acumulación de innumerables trazos dibujados por una masa de individuos que obedecen a la fuerza instintiva e inconsciente de la prosecución de un fin".
Desde Smith a F.von Hayek, pasando por Bastiat y Friedman, la noción de proyecto es sistemáticamente recusada.
¿En qué momento ha comenzado esta secesión del hombre respecto a su vocación? No es una cuestión de escala en la expansión geografía del intercambio. La ruta de la seda o la de las especias no cambió radicalmente esta vocación del hombre: las caravanas que recorrían Asia y los navíos que se lanzaban a los océanos trasportaban ciencias, técnicas, espiritualidades y artes nacidas de la experiencia de todos los pueblos -desde las invenciones decisivas que permitieron una brusca expansión de la cultura (como la del papel de los chinos, transmitida a Europa por los árabes) hasta las espiritualidades de la India, que a través de Alejandría y Plotino despertaron el descubrimiento interior del principio vivo y creador de todas las cosas.
La dominación árabe en el Mediterráneo iba a conducir a la idea de rodear este mar para ir a la conquista de las fuentes de metal precioso ya costeando Africa, como los portugueses, ya atravesando el Atlántico para alcanzar la fabulosa Asia, como los españoles. Esta mutación fundamental tiene lugar entre la toma de Constantinopla por los turcos, en 1453, y la invasión de América por los conquistadores desde 1492. El "hambre de oro" fue el motor de la gran aventura. Tan tenaz en su ambición y tan feroz en sus métodos que los indios de América llegaron a creer que el oro era el dios de los cristianos, como recuerda el bello libro del padre Gutiérrez Dios y el oro de las Indias occidentales. En efecto, el oro confería el poder de un dios. Apoyándose en la banca más fuerte de Alemania, la de los Fugger, para corromper a los grandes electores y vencer a sus rivales Francisco I y Enrique VIII, Carlos V se convirtió en emperador y soñó con crear un imperio mundial. Por primera vez, el dinero daba directamente el poder.
Miseria programada para las multitudes
Hoy nos es posible reconstruir la trayectoria del modelo occidental de crecimiento, tras el mortal desvío que supuso el pretendido Renacimiento, es decir, el nacimiento de la civilización de lo cuantitativo y de la razón instrumental -la razón cartesiana-, es decir una religión de los medios, a la que se ha mutilado la dimensión primordial de la razón: la reflexión sobre los fines últimos de la vida y su sentido.
Smith a finales del XVIII y Karl Marx a mediados del XIX analizaron el capitalismo en la época de su expansión y llegaron a prospectivas diferentes. Smith, a quien se llama "el padre de la economía política", desarrolló en 1776, en su libro fundamental Indagación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones, una teoría del crecimiento, llamada "clásica", que sigue siendo hoy la línea directriz de lo que todavía hoy se llama "liberalismo". Su tesis es que si cada cual se deja guiar por su interés personal de lucro, se realizará el interés general. Una mano invisible asegura la armonía. Karl Marx, al contrario, partiendo de un análisis profundo de la obra de Smith, reconoce que el capitalismo así concebido creará grandes riquezas y estimulará el desarrollo de las técnicas (y en El Capital no oculta su admiración por el dinamismo prometeico del sistema), pero al mismo tiempo creará terribles desigualdades y miseria.
En nuestros días, esta polarización creciente de la riqueza en torno a una minoría y de la miseria en torno a las multitudes se ha hecho evidente tanto a escala mundial como en el interior de cada nación. ¿Quién ha dado, pues, la previsión más acertada sobre el futuro del capitalismo? ¿Adam Smith al afirmar que si cada cual persigue su propio beneficio se satisfará el interés general, o Marx al analizar los mecanismos de esta acumulación de la riqueza en un polo y de la miseria en otro?
Al final de la segunda guerra mundial, los acuerdos de Bretton Woods crearon el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y, un poco más tarde, el GATT, rebautizado como "organización internacional del comercio". Así se prolongó el viejo desorden colonial con lo que Bush llamó después "nuevo orden internacional", con la diferencia de que este es un colonialismo unificado bajo la dirección norteamericana, donde los antiguos colonizadores europeos son hoy los vasallos.
La religión del mercado
Esta religión -el monoteísmo del mercado-, que ejerce ya su hegemonía sobre todo el mundo, pero que no osa decir su nombre, tiene también sus Padres de la Iglesia. Thomas Hobbes, que proclamó el dogma fundamental de la competitividad: "El hombre es un lobo para el hombre". Bentham, que con su "aritmética de los placeres" definió esa profesión de fe según la cual todo valor es un valor mercantil, y todo placer es mensurable mediante su equivalente monetario.
Malthus, probo funcionario y teórico de la Compañía de las Indias Orientales, enunció una ley -la población crece más rápido que la producción de subsistencias- que jamás ha conocido la menor verificación experimental, pero que tenía la ventaja, para los patronos de su compañía y para los demás colonialistas, de justificar el despoblamiento de la India en el momento en que se estaba destruyendo sus cultivos alimentarios para imponer el monocultivo del algodón. Así, desde Malthus a la Conferencia de El Cairo, pasando por Kissinger, se ha formulado no una ley universal de la población, sino el postulado de todo sistema capitalista y colonialista, que es decir a los más necesitados: "Tened menos hijos para que los que ya estamos satisfechos podamos continuar con nuestro derroche y nuestra dominación".
El "nuevo orden internacional", inspirado por esta teología, difiere del antiguo desorden colonial en los medios de dominación que emplea. Desde el momento en que cinco siglos de colonización han desestructurado ya las economías de las tres quintas partes del mundo destruyendo sus cultivos en provecho de los monocultivos o de monoproducciones que prolongan las economías de las metrópolis, de forma tal que la dependencia crea el subdesarrollo e incluso el hambre, la presencia militar deja de ser el instrumento único de dominación salvo en caso de herejía mayor, como por ejemplo el rechazo de los diktats del FMI. Las presiones económicas y las sanciones, que van desde la simple negación de créditos hasta el embargo, bastan en la mayor parte de los casos.
El procedimiento más clásico es el que impone el FMI: esto que púdicamente se llama "ajustes estructurales". Sus componentes son los siguientes:
Bloqueo de los salarios y "libertad" de precios.
Disminución de las prestaciones sociales del Estado, lo cual afecta a las escuelas, los hospitales, las instituciones sociales y la seguridad social. Queda prohibido, por el contrario, tocar las inversiones (construcción, infraestructuras, etc.) y el FMI no ha pedido jamás que se reduzca el presupuesto militar.
Supresión de las subvenciones a la producción. Esta medida afecta esencialmente a as capas más pobres de la población.
Devaluación monetaria, que tiene por consecuencia que se exporte más y que se consuma menos producto interno.
Por último, privatización de las empresas del Estado para garantizar el control de la economía a las multinacionales.
La imposibilidad de una subsistencia autónoma en los pueblos cuya economía ha sido desestructurada por quinientos años de colonización y cincuenta años de FMI, ha conducido a un endeudamiento tal de estos países que el pago de los intereses de la deuda (por no hablar ya de su reembolso) es superior a la pretendida "ayuda" financiera de los países ricos. Aunque, en realidad, en este monoteísmo del mercado , cuya expresión económica es el liberalismo totalitario, son los pobres quienes subvencionan a los ricos. Desde 1980 a 1990, el nivel de vida de Iberoamérica ha bajado en un 15%; el de Africa, en un 20%.
Uno de los corolarios de la economía de mercado es el crecimiento, que consiste en producir, cada vez más y cada vez más rápido, no importa qué: útil, inútil o incluso nocivo o mortal. Desde la Coca-Cola hasta los instrumentos de la cultura del sinsentido, ya se trate de esa música de 120 decibeles para anestesiar la reflexión o del caleidoscopio de imágenes de televisión que desfilan a ritmo de embrutecimiento, el objetivo es siempre el mismo. El fin último del monoteísmo del mercado es meternos en la más falsa de las vidas, desde la caza de indios en los westerns y la jungla del dinero en Dallas, pasando por todas las formas de la violencia y lo inhumano, como Batman y Terminator, hasta la parábola de nuestra regresión hacia el mundo de los "dinosaurios".
Mercados de muerte
ROGER Garaudy comparte con el presidente del Colegio de Profesores, Jorge Pavez. Al centro, el profesor Francisco Peña, que acompañó al filósofo francés en su visita a Chile y tradujo sus conferencias. |
La cifra de negocios de la droga presenta hoy en los Estados Unidos la misma magnitud que la del automóvil y el acero; su consumo aumenta a medida que la vida pierde su sentido por la cesantía y la marginación; para otros, la única finalidad del consumo de drogas es alcanzar una "felicidad de supermercado". Es muy significativo que el record de suicidios de adolescentes resida en los países más ricos, como los Estados Unidos o Suecia: en el Sur se muere por falta de medios; en el Norte, por falta de fines.
El consumo creciente de droga es uno de los corolarios del monoteísmo del mercado.
En cuanto al armamento, sigue siendo la industria más próspera: ha convertido a los Estados Unidos en la primera potencia del mundo después de la primera guerra mundial. La segunda guerra mundial, gracias a la cual los Estados Unidos llegaron a poseer en 1945 la mitad de la riqueza del planeta, significó la solución final para la crisis iniciada en 1929. La guerra de Corea suscitó un nuevo boom económico. La masacre de Iraq fue una apoteosis de los sofisticados ingenios de muerte, y se les hizo tal publicidad -con demostraciones prácticas- que su producción se ha disparado tras el fin de la guerra.
Otro corolario del monoteísmo del mercado: la corrupción. Alain Cotta, en su libro Le capitalisme dans tous ses états, definía la lógica del sistema: "El aumento de la corrupción es indisociable del empuje de las actividades financieras y mediáticas. Cuando la información permite, en operaciones financieras de cualquier género -en particular las fusiones, adquisiciones y OPAs (Oferta Pública de Compras)- construir en algunos minutos una fortuna que habría resultado imposible hacer trabajando intensamente toda la vida, la tentación de comprarla y venderla se hace irresistible". Y el autor añade: "La economía mercantil no puede sino verse favorecida por el desarrollo de este auténtico mercado... En suma, la corrupción juega un papel análogo al del plan".
No se podría decir mejor en un sistema donde todo se compra y se vende, no sólo la corrupción, sino también la prostitución ha dejado de ser una deviación individual para convertirse en ley estructural del sistema. La prostitución política es el ejemplo más flagrante: Mubarak entra en la guerra del Golfo por 5,000 millones de dólares; el rey Fahd, en una tierra que él dice santa y que pretende vetar a todo infiel, llama y mantiene a decenas de miles de soldados norteamericanos y otros, paseando por sus calles, pagando su protección; Yeltsin malvendió su país acostándose con el FMI, que le envía al famoso Soros como experto calificado.
Estos son los síntomas característicos de la decadencia de un sistema donde la especulación reporta mucho más que la inversión en la producción o en los servicios.
En el actual sistema del monoteísmo del mercado, se gana cuarenta veces más especulando con las materias primas, las divisas o lo que los economistas llaman "productos derivados" -es decir, todo lo que afecta no al pago efectivo de los productos o de los servicios, sino a los compromisos adquiridos sobre la liquidez futura de esas operaciones (contratos a plazo, tasas de divisas, etc)-, que produciendo o prestando servicios. La función primitiva de los bancos -recoger dinero e invertirlo en la producción- se ha tranformado de tal manera que sus capitales sirven ahora para jugar con el alza o la baja de otros capitales, sin servir a una economía real: el banco se convierte en un casino, parásito de la sociedad concreta, donde los golden boys apuestan sobre azares de los precios y de las cotizaciones en bolsa.
Genocidio preventivo
Ultimo rasgo de esta decadencia, de esta desintegración del tejido social que desemboca en el crimen: el imputar a los más desfavorecidos la quiebra del sistema creado por los más beneficiados. Era ya la invención diabólica de Malthus. Hoy se ha sistematizado al focalizar los problemas mundiales sobre la demografía de los pueblos del sur. El teórico actual de esta impostura criminal es Kissinger. Tiene precursores: en 1934, tras la gran crisis del capitalismo, Gunnar Myrdal, en su libro Crisis de la demografía, proponía esta solución: "La eliminación radical de los indivduos poco aptos para la supervivencia, lo cual puede realizarse mediante la esterilización". Hitler pondrá en práctica esta receta.
Kissinger la propuso siendo secretario de Estado, el 26 de noviembre de 1975, en un Memorandun sobre la decisión 314 del Consejo de Seguridad sobre las implicaciones del crecimiento de la población mundial para la seguridad nacional de los EE.UU. y sus intereses de ultramar. Este texto no ha sido "desclasificado" hasta el 6 de junio de 1990. Hoy se ha convertido en la base del global future del presidente de Estados Unidos: el documento NSSM 200 desarrolla esta visión norteamericana del futuro del mundo. Allí se dice: "Si un país muestra buena voluntad en materia de limitación de los nacimientos, se tendrá esta actitud en cuenta cuando se trate de la distribución de los recursos alimentarios". En la página 138, el NSSM 200 va más lejos aún y levanta acta de "experiencias controvertidas pero completamente exitosas en la India, donde, tras la atribución de ventajas financieras, gran cantidad de hombres ha aceptado dejarse esterilizar".
Este genocidio preventivo (la expresión es de la Unicef) ha sido llevada a cabo sistemáticamente en el Tercer Mundo.
Así, el monoteísmo del mercado exige más sacrificios humanos que ninguna de las religiones del pasado.
Una nueva guerra de religión
Estamos en vías de vivir una verdadera guerra de religión. No entre los cristianos y los musulmanes, ni entre los creyentes y los no-creyentes, sino entre todos los hombres de fe, es decir, aquellos que creen que la vida tiene un sentido y que ellos son responsables de descubrirlo, y realizarlo, y esta otra religión sórdida, el monoteísmo del mercado, que priva de sentido a toda vida y que nos conduce, quebrando el mundo, hacia un suicidio planetario.
Esta necesaria insurrección de la voluntad y del proyecto humanos exige, ante todo, que rompamos el mercado mundial tal y como está hoy concebido por quienes quieren imponer el dominio universal de los Estados Unidos. La insurrección humana no puede vencer adoptando las formas arcaicas de los partidos políticos, los nacionalismos o los particularismos, que engendran explosiones parciales de egoísmos colectivos, ni a través de las Iglesias institucionales, ya sea la Iglesia dominante de los dominantes, es decir la Iglesia Católica, ya sea el islamismo es una enfermedad del Islam, dividido entre unos dirigentes, que con su literalismo convertido en ideología dominante de los dominados, porque el constantinismo de la primera ha perdido el sentido de la insurrección de Jesús, y el islamismo religioso enmascaran su adhesión de hecho al monoteísmo del mercado y unas multitudes empujadas a la miseria y a la desesperación. Las iglesias pueden formar frentes de rechazo contra el monoteísmo del mercado, pero no forjar un proyecto de futuro.
Un verdadero renacimiento -o aún una simple supervivencia- depende de nuestra capacidad para crear, al margen de cualquier posicionamiento político, étnico o religioso, núcleos de resistencia frente al sinsentido, comunidades de base parecidas a las que hicieron nacer, en Iberoamérica, las teologías de la liberación.
Los pueblos europeos podrían dar el ejemplo retirándose de todos esos organismos que son los instrumentos de nuestra colonización y de la del mundo entero por los provisionales amos americanos de la economía y de la política del planeta, rompiendo con Maastricht, con la OMC y su organización mundial del comercio, con el FMI y el Banco Mundial que devastan el Sur y el Este del mundo, y ello no para replegarnos sobre nosotros mismos en un nacionalismo ilusorio, sino al contrario, para conquistar la libertad de establecer relaciones radicalmente nuevas con el Tercer Mundo y el resto del mundo. Sólo así puede comenzar la búsqueda de una nueva modernidad, opuesta a la modernidad reductora de ese Occidente definido por el reinado exclusivo del mercado y de la técnica, que ha hecho de la productividad un fin en sí; una modernidad no sólo fundada en el crecimiento de las cosas, sino también en el desarrollo de cada hombre, de cada ser humano.
No basta con anular la deuda. Hay que detener también toda ayuda que pase por los gobiernos, es decir, que se esté utilizando ya sea para adquirir armamentos destinados a mantener a los pueblos bajo su yugo y hacerles aceptar los diktats del FMI y la dictadura militar, ya sea para el enriquecimiento personal tanto de los donantes como de los beneficiarios. La ayuda debe ser aportada directamente a los pueblos, mediante contratos con las comunidades de base, y ha de ser consagrada, caso por caso, a un proyecto preciso que se corresponda con las necesidades reales de la comunidad concernida, y prioritariamente a su agricultura, para asegurarle lo más rápidamente posible una autosuficiencia alimentaria.
Para responder a las necesidades del Sur y eliminar en él las codicias artificiales o las técnicas de la muerte, es vital para la supervivencia del mundo realizar una reconversión de las industrias de armamento; una eliminación de toda forma de publicidad, pues sobre ella reposa el sistema de estimulación del deseo y de manipulación de los espíritus; una reforma radical de las Bolsas que excluya el juego de compras y ventas a corto plazo de divisas o títulos, juego que hoy permite, enriquecerse cuarenta veces más con la especulación que con la producción y los servicios; una tasación del tiempo de trabajo respecto a la productividad, para que los avances de la ciencia no generen cesantía y para que la productividad no se convierta en un fin en sí, en exclusivo provecho de los propietarios de los medios de producción.
Entonces, y sólo entonces, sean cuales fueren los sacrificios que exija esta insurrección ejemplar de los pueblos del mundo, más allá de las periclitadas distinciones entre derecha e Izquierda, más allá de los orígenes étnicos o de las convicciones religiosas o filosóficas, reencontraran su independencia, y más aún: el prestigio de ser, contra esta noche de la decadencia, una caballería de la esperanza
ROGER GARAUDY (*)
(*) Este texto es una síntesis de la conferencia que el filósofo francés dictó en el Colegio de Profesores de Chile, durante su reciente visita a nuestro país.
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Lire aussi (en espagnol):
http://www.urracas-emaus.cl/monoteismo%20del%20mercado.pdf