19 juin 2016

Garaudy: Capitalismo de guerra y monoteísmo de mercado




Publicado el noviembre 11, 2010 por Adversario
Por Roger Garaudy
Fuente: Antagonistas
Garaudy le 20 janvier 1977 lors d'une conférence à Madrid. Photo Santiago

« Todo esto esconde la realidad central y el drama de nuestro tiempo: vivimos una despiadada guerra de religión.
No entre católicos y protestantes, ni entre musulmanes y cristianos, sino entre una religión que no se atreve a decir su nombre y que reina de hecho en todas las relaciones sociales y en las relaciones internacionales: el monoteísmo del mercado que cubre varias idolatrías.»
«Es en la conciencia de los hombres donde comienzan todas las grandes transformaciones de la humanidad.»
¿Tiene el mundo un alma, es decir, unidad y sentido?
Vivimos en un mundo dividido entre el Norte y el Sur, entre aquellos que tienen y los que no tienen.
80% de los recursos naturales del mundo son controlados y consumidos por el 20% de su población. El 20% de los más ricos del planeta, dispone del 83% del ingreso mundial y el 20 % de los más pobres de 1,4 % (PNUD 1992)
El resultado de esta fractura significa que 40 000 personas mueren cada día de desnutrición o hambre.
El modelo de crecimiento occidental le cuesta al Sur el equivalente de un Hiroshima cada dos días.
Y este foso aumenta con los años: en el curso de los últimos treinta años la diferencia entre países pobres y ricos ha pasado de una proporción de 1 a 30, a una proporción de 1 a 150.
Esta fractura es el origen de nuestros problemas. Tres dramas mayores nos acosan: el hambre, la cesantía y la emigración de poblaciones enteras.
Se trata de un problema que arranca de la explotación de los cuatro quintos del mundo. Al mismo tiempo, además de las centenas de millones de cesantes del Tercer Mundo de los cuales no se habla jamás en el G7, hay en los países industrializados, 44 millones de cesantes.
Y sin embargo se habla de exceso de producción, pero ¿exceso de producción en relación a qué?
Al único mercado solvente, con capacidad de poder adquisitivo suficiente, cuando en realidad hay tres mil millones de seres humanos sobre cinco mil millones, que han sido transformados en insolventes por la colonización y luego por la política neocolonial de los dirigentes de los países industrializados, el G7, el FMI, el Banco Mundial, que especulan gracias a la deuda. Una deuda nacida porque las economías de los países dependientes fue desestructurada por el colonialismo. Se les impuso la monocultura y de la monoproducción, transformándolos en apéndices de las economías de las metrópolis, luego con el FMI, de recolectadores de divisas para poder pagar sus deudas.
Los países pobres conocen además el fenómeno de la emigración, que obliga a aquellos que no pueden ya más vivir en la tierra de sus ancestros, a abandonar la zona del hambre para ingresar a la zona de la cesantía.
Los Estados y los partidos políticos de los países occidentales, no abordan nunca estos problemas, puesto que están obsesionados desde hace cinco siglos por el fantasma del crecimiento. Este consiste en producir cualquier cosa de más en más y cada vez más rápido: lo útil, lo inútil o dañino, e incluso lo que es mortal, como la droga o las armas.
En esta perspectiva, el hombre no puede tener otra cosa que una felicidad de supermercado, es decir, ser productor (cuando no está cesante) para poder consumir cada vez más.
Este crecimiento es presentado por los políticos y los medios de comunicación como la panacea para salir de la crisis, en circunstancias que desde 1975 el crecimiento obtenido por un aumento de la productividad -gracias al desarrollo de la ciencia y la técnica- no crea más empleos, sino que por el contrario, los destruye al reemplazar de manera creciente al hombre por la máquina.
El trabajo humano es de esta manera reemplazado por el desarrollo de la informática y por las nuevas tecnologías.
Sería sin embargo absurdo acusar a la ciencia. El problema, es el uso que de ella se hace.
El problema de la cesantía no podrá ser resuelto sólo en el marco de Occidente, sino que considerando las necesidades fundamentales del Tercer Mundo, es decir, los dos tercios del mundo. La satisfacción de sus necesidades puede crear un mercado capaz de reabsorber la cesantía de unos y el hambre de otros. Desde las limitaciones ideológicas del “mercado”, la única solución posible es volver a hacer solventes a aquellos que no lo son.
El problema no puede ser planteado de esta manera, encerrándose en la lógica de una “economía de mercado”. No obstante, la crítica a ésta no significa que haya que suprimir el mercado por una planificación omnipotente del Estado.
Lo que hoy se llama “economía de mercado”, no es una economía en la cual las necesidades surjan en el mercado, tampoco donde la iniciativa individual se oriente a satisfacer estas necesidades. Si así fuera, serían funciones sanas y necesarias.
En su forma actual, la “economía de mercado” es una economía en la cual el mercado es el único regulador de las relaciones sociales, donde todo se compra y se vende, incluso el hombre y su trabajo. Se produce entonces lo que Galbraith llamaba “la inversión de la cadena”: no se produce para satisfacer necesidades, sino que éstas se crean (necesidades artificiales o perversas) para lograr una producción en expansión constante.


Una economía como ésta reposa sobre una concepción del hombre considerado únicamente como productor y consumidor. Cada hombre es el rival de su semejante. Durante el período ascendiente del capitalismo, el filósofo inglés Thomas Hobbes dió esta definición lapidaria: “el hombre es el lobo del hombre”.
La cuestión decisiva, esencial, aquella de las finalidades últimas del hombre, no puede ser planteada por economistas ni políticos que acepten el postulado de Hobbes, fuente de violencias entre los individuos y las naciones.
Estos problemas -económicos y políticos- reposan en definitiva en un asunto de finalidad, es decir, en un problema religioso.
¿Por qué entonces las religiones institucionales no pueden aportar una respuesta adecuada?
Porque son aliadas del poder y de la riqueza y no cuestionan este estado de cosas.
Han secretado desde hace siglos una teología de la dominación, presentando a Dios como un poder exterior y superior, creando de una vez por todas al hombre, al mundo y a los reyes que deben reinar.
“Toda autoridad ha sido instituida por Dios. Rebelarse contra ella es rebelarse contra Dios”, escribía San Pablo (Romanos, 13,1) algunos años después de la muerte de Jesús, en circunstancias que éste había cuestionado el orden establecido.
Igualmente, luego de la muerte del profeta Mahoma, los príncipes omeyas usaron y abusaron del poder y la riqueza. Cuando los musulmanes piadosos protestaban contra esta corrupción del mensaje, la autoridad respondía: “Si tenéis este príncipe es porque Dios lo ha querido. Debéis obedecerle”.
A pesar de esta “teología de la dominación”, millones de cristianos han vivido como San Francisco de Asís o de acuerdo a las actuales “teologías de la liberación”, el mensaje liberador de Jesús anunciado su opción prioritaria por los pobres.
Con Juan XXIII y el concilio Vaticano II se produjo una gran esperanza: una Iglesia abierta al mundo y a sus angustias, un diálogo con todos los hombres de fe.
Pero el peso de la tradición imperial romana cerró rápidamente este paréntesis restaurando el integrismo tradicional de la teología de la dominación. Condenando sólo de palabra las “idolatrías” del poder y del dinero y pactando en la práctica con gobiernos criminales, como el de Pinochet (El 30 de marzo de 1994, el Papa Juan Pablo II, le envió a Pinochet una “bendición apostólica especial”), y otras dictaduras como la junta militar haitiana que se opuso al Padre Aristide, convicto de simpatías por la teología de la liberación.
La misma connivencia con el poder se manifestó en el Islam durante siglos, hasta nuestros días. Desde la época de los omeyas hasta la actual y corrupta feudalidad saudí, que pretende ser la “protectora de los Santos Lugares” y no trepidó en llamar y pagar a una coalición colonialista dirigida por Estados Unidos, la ocupación de los “lugares Santos” durante la guerra del Golfo. Política característica de un Estado que diciéndose musulmán, guarda miles de millones de dólares en los bancos norteamericanos, cometiendo así una falta que el Corán denuncia: el riba, es decir la ganancia sin trabajar.
Todo esto esconde la realidad central y el drama de nuestro tiempo: vivimos una despiadada guerra de religión.
No entre católicos y protestantes, ni entre musulmanes y cristianos, sino entre una religión que no se atreve a decir su nombre y que reina de hecho en todas las relaciones sociales y en las relaciones internacionales: el monoteísmo del mercado que cubre varias idolatrías.
Esta nueva religión tiene un credo: producir cada vez más cualquier cosa y siempre más de prisa.
No importa que lo producido sea útil o inútil, dañino o mortal. Esta nueva religión tiene dogmas definidos por sus grandes sacerdotes, los tecnócratas “ordenántropos”, cuya técnica puede supuestamente dar respuesta a todas las preguntas y satisfacer todos los deseos. Todo lo que es técnicamente posible sería entonces necesario y deseable. Tiene su liturgia, la publicidad y el márketing, condicionando a los pueblos a encontrar su felicidad y su salvación en esta acumulación… Esta nueva religión –el monoteísmo del mercado- domina hoy el mundo y tiene un dios cruel que exige sacrificios humanos.
Nuestra época no es una época atea, es politeísta.
El monoteísmo del mercado engendra el culto a varias ídolos: al dinero, al poder, al nacionalismo, al integrismo.
Contra este monoteísmo hoy en día todopoderoso, la tarea más urgente es reagrupar a todos aquellos para los cuales la vida tiene un sentido y que tienen conciencia de ser personalmente responsables en descubrirlo y cumplirlo.
Un sentido diferente de aquel destinado únicamente a producir y consumir.
Vivimos lo que los teólogos llaman un ‘kairos’, es decir, un momento histórico de crisis, de
cuestionamiento y de decisiones impostergables.
Tenemos que terminar con esta unidad hegemónica, imperial de dominación. Se trata de construir una unidad sinfónica a la cual cada pueblo debe aportar su contribución, con su trabajo, cultura y fe, de modo que cada niño en el mundo disponga de todas las posibilidades económicas, políticas y espirituales para desarrollar plenamente todas las posibilidades que lleva en sí.
El principal obstáculo para alcanzar este objetivo lo constituye la impostura del “liberalismo económico”, pretendiendo establecer una identidad entre libertad humana y democracia.
En nombre del liberalismo, identificándolo con la libertad, se cometen cada día las peores atrocidades.
En la época del auge del capitalismo industrial, el Padre Lacordaire ya lo señalaba: ” Entre el fuerte y el débil, es la libertad la que oprime”.
Es este tipo de libertad que los dirigentes de Estados Unidos quieren extender por todo el planeta. Así lo expresaba el padre del Bush actual:”Hay que crear un mercado único de Alaska a Tierra del Fuego”. Y su secretario de estado agregaba: “Un mercado único entre Vancouver y Vladivostock”.
Se trata de un problema económico, político y religioso.
¿Dejaremos crucificar a la humanidad en esta cruz de oro?
Tal es el debate del siglo.

Los provisorios amos del mundo, mediante una formidable campaña de propagandística han querido imponer como una evidencia, la idea que la implosión de la URSS significa el fracaso del “marxismo”, con el fin de hacer creer que la única salida para escapar al gulag, es retornar a la jungla.
Por el contrario, lo que aparece como evidente es que la restauración del capitalismo en Rusia, comenzada desde algunos años, transformó a la ex URSS en un país del Tercer Mundo, es decir, sometida a las órdenes del FMI.
La intervención extranjera en todos los campos, -economía y cultura- ha tenido como resultado el nacimiento de una mafia de especuladores cuyas fortunas crecen como hongos venenosos. Grandes sectores del pueblo ruso se encuentran postrados en la miseria, con su corolario de mendicidad, hambre y prostitución. En el ámbito de la cultura -o de la anticultura podríamos decir- Rusia ha llegado a ser una simple imitación de Estados Unidos, un país donde impera la droga y la corrupción.
Este inmenso despilfarro, ocurrido en el país que fue la segunda potencia del mundo -cuyos ex apparatchiks son ahora los ejecutantes de la voluntad de Estados Unidos y del FMI- no es otra cosa que la restauración del capitalismo.
Igual ocurrió durante la « restauración de la monarquía » en Francia en 1815.
La Revolución francesa cometió crímenes: el terror jacobino, la corrupción thermidoriana, la dictadura de Napoleón. Pero la monarquía restaurada no se contentó con derribar las estatuas de Napoleón y de Robespierre, sino también aquellas de Rousseau, Voltaire y Diderot. Quiso borrar de la memoria de los franceses del Siglo de las Luces, todos los aspectos positivos de la Revolución , como en Rusia, donde no sólo se ha querido derribar las estatuas representativas del estalinismo, sino también las de Marx y de los fundadores del socialismo.
Tratan de hacer olvidar las viejas orgías del capitalismo, la tiranía zarista -la prisión de pueblos-, que perseguía a las numerosas minorías étnicas.
Tratar de borrar de la conciencia de un pueblo su memoria, es la condición necesaria de toda regresión histórica.
De esta manera se manipulan los manuales escolares y las enciclopedias, para crear una generación de jóvenes educados en el tráfico de drogas, los negocios mafiosos o el fanatismo nacionalista y las aventuras místico-religiosas. Tratan que olviden a la Rusia de san Sergio y de Rublev, de Dostoiesvski y de Tolstoi, teniendo como modelos a Rastiñac y Rasputín.
Quieren que se olviden incluso del origen del socialismo.
Sin embargo, no fue Marx el primero en denunciar al Capital.
Ya desde junio de 1791, Graccus Babeuf atacaba la ley de La Chapelier que durante 75 años prohibiría la formación de sindicatos obreros en Francia, calificándola de «ley bárbara del Capital».
No fue Marx quien inventó «la lucha de clases». Pierre Leroux escribía en 1833: «La lucha de los proletarios contra la burguesía es la lucha de aquellos que no disponen de medios de producción contra aquellos que son sus propietarios».
No fue Marx el primero en desmitificar las mentiras sobre la libertad.
El Padre Lacordaire escribía en 1838: «Entre el fuerte y el débil, es la libertad la que oprime y la ley la que libera».
Históricamente el socialismo nació en el siglo XIX en sociedades feudales basadas en una rígida jerarquía establecida por el nacimiento, la cual fue reemplazada con la victoria de la burguesía por la jerarquía del dinero. Nació entonces la idea de otro regulador económico y social -el plan- destinado según Marx « a dar a cada uno todos los medios económicos, políticos y culturales capaces de desarrollar plenamente todas sus posibilidades ». Se trataba de una definición del socialismo de acuerdo a sus fines, a sus objetivos. La socialización de los medios de producción no era más que un medio.
En realidad, el pensamiento de Marx se parece muy poco a lo que en general se llama «marxismo».
No buscaba construir un sistema a la manera de los utopistas, «No fabrico recetas para el futuro», decía. Marx analizó la estructura y las leyes del crecimiento de la sociedad capitalista más desarrollada de su época, Inglaterra.
Señalando sus características esenciales: en una economía de mercado, es decir, en una sociedad en la que todo es mercancía -incluso el trabajo humano-, se instaura una jungla sin una finalidad específicamente humana.
A través del estudio de las leyes del desarrollo de la economía inglesa del siglo XIX, concibió el socialismo como la superación de las contradicciones de un capitalismo que ya hubiera alcanzado su plena madurez.
Para Marx, la clase obrera en pleno ascenso debido a la industrialización de Europa, -sobre todo en Inglaterra y Francia- era la clase que tenía la misión de armonizar las estructuras políticas y sociales con la realidad económica.
Pero la primera revolución no se desarrolló en las condiciones previstas por Marx. A diferencia de Inglaterra, en 1917, Rusia era un país tan poco industrializado que la clase obrera representaba sólo el 4 % de la población activa. No podía tomar el relevo de la burguesía -igualmente débil- que no había podido hacer una revolución contra las supervivencias feudales del régimen zarista.
Una revolución en esas condiciones no podía ser engendrada por la simple maduración de lascontradicciones del capitalismo. Debía ser necesariamente coyuntural.
Coyuntural y al mismo tiempo puntual, es decir, realizándose no como lo había sugerido Marx y Engels, gracias a un largo proceso de maduración sino mediante un acto fulgurante, puesto que se trataba de aprovechar el momento donde se conjugaban diversas contradicciones heterogéneas.
El esquema revolucionario concebido por Marx, fue invertido por Lenin. En lugar que la clase económicamente dominante armonizara las instituciones políticas y sociales de acuerdo a su hegemonía económica real, trató por el contrario, partiendo de una coyuntura histórica favorable, apoderarse del poder político para enseguida, gracias a este poder, crear las condiciones económicas de desarrollo del socialismo.
La paradoja fue de querer hacer una revolución « proletaria » sin proletariado, o al menos con un proletariado embrionario.
Las consecuencias serán terribles. Como lo señaló Troski: el partido comenzó a hablar en nombre de la clase, el aparato en nombre del partido, los dirigentes en nombre del aparato y finalmente uno solo hablará y pensará en nombre de todos.
Muy pronto Lenin comprendió que su obra estaba condenada al fracaso: « Nuestros soviets -escribió en 1920- en las condiciones en las cuales funcionan actualmente, es decir sin una participación real en la toma de decisiones por parte de las masas, sino que bajo la dirección de algunos de nuestros mejores cuadros, pueden construir el socialismo por el pueblo, en nombre del pueblo, pero no lo construirán para el pueblo ».
Luego la necesidad de resistir a la presión externa y crear una fuerza capaz de hacer frente a los enemigos de la URSS , condujo a dar una prioridad absoluta a la industrialización, en un país en el que ésta aún no se había desarrollado. La socialización de los medios de producción no fue concebida bajo la forma de una red de cooperativas de autogestión, sino que simplemente se procedió a una simple estatización.
Por otra parte, todas las expresiones humanas de la vida social fueron aplastadas o desfiguradas. La fe fue considerada como una « ideología » de resignación y el ateísmo como religión de estado, en circunstancias que Marx en la Introducción a la crítica a la filosofía del derecho de Hegel, cuando atacaba calificando de « opio del pueblo » el espíritu de la Santa Alianza dirigida contra los pueblos, veía en la religión, en la misma página y en el mismo movimiento del pensamiento, « una expresión del desamparo humano y también una protesta contra este desamparo ».
La exportación de esta teología sin Dios, que consideraba al sistema soviético como el modelo único e inmutable del socialismo, condujo a los partidos comunistas de Europa y del Tercer Mundo a un rotundo fracaso.
Lo peor que había en el desarrollo de este « socialismo », fue hacer suyos los postulados de base del capitalismo, la creencia occidental en un modelo único de desarrollo, asimilado al crecimiento cuantitativo asegurado por la ciencia y la técnica occidentales.
Tres perversiones fundamentales se desarrollaron rápidamente en la URSS.
Marx había enunciado las leyes de crecimiento óptimo del capitalismo inglés, estableciendo una relación algebraica entre las inversiones destinadas a la producción de los instrumentos de producción y aquellas destinados a la producción de bienes de consumo.
Sus discípulos dogmáticos hicieron de esta ley descriptiva del desarrollo del capitalismo inglés del siglo XIX, una ley normativa del socialismo ruso del siglo XX. Error fatal que impidió desde entonces pensar el socialismo en función de sus fines, estableciendo como dogma, la prioridad absoluta acordada a la industria pesada.
La segunda perversión consistió en confundir socialización y estatización.
El propio Marx se burlaba de aquellos que definían el socialismo de acuerdo a las nacionalizaciones.
En la URSS , la concepción del papel del Estado estaba en contradicción abierta con aquella de Marx.
Éste consideraba a la Comuna de París como ejemplo de la « forma finalmente encontrada » de un Estado socialista, lo contrario del Estado soviético.
La Comuna fue en efecto un tipo de organización embrionario, autogestionado, federativo y no centralizado, sin partido único, donde los proudhonianos disponían de la mayoría absoluta frente a los blanquistas. Había un sólo marxista.
La tercera perversión mayor fue confundir la planificación -que debe tener un papel de orientación- con un método de gestión « por arriba », determinado los precios, las normas de producción y la distribución comercial mediante una burocracia estatal centralizada.
Uno de los más grandes errores de los partidos comunistas es el haber tomado como modelo de organización, bajo el nombre de « centralismo democrático », la obra de Lenin ¿Qué hacer? , donde éste preconizaba una organización de partido de tipo militar. Sus discípulos olvidaron que la había concebido para la lucha clandestina contra la feroz represión zarista. Mantener ese « comunismo de guerra » en tiempos de paz no podía conducir nada más que al fracaso.
Lo que murió con la URSS no fue el marxismo sino su trágica caricatura.
Por el contrario, jamás la prospectiva formulada por Marx se ha verificado con más evidencia que hoy en día.
Dos grandes teóricos del capitalismo pronosticaron el futuro del sistema: Adam Smith y Carlos Marx.
La tesis principal del primero es que si cada uno está guiado por un interés o beneficio personal, el interés general se verá de este modo realizado. La mano « invisible » del mercado aseguraría la armonía.
Marx, partiendo de un análisis profundo de la obra de Adam Smith, reconoce que el capitalismo creará grandes riquezas y estimulará el desarrollo tecnológico (en El Capital no escatima su admiración por dicho dinamismo del sistema), pero creará al mismo tiempo una gran miseria y desigualdad.
En nuestros días se verifica la polarización creciente de la riqueza en manos de una minoría, mientras que el desamparo y la angustia aumentan a escala nacional y mundial.
Hoy, cuando el « liberalismo » reina sin contrapeso en el mundo podemos preguntarnos, ¿quién dió la previsión más acertada sobre el porvenir del capitalismo, Adam Smith que afirmaba que si cada uno seguía su interés personal el interés general sería alcanzado o Marx, quien analizando sus mecanismos previó la acumulación de la riqueza en un polo y el aumento de la pobreza en el otro?
Nunca como hoy hemos estado ante la disyuntiva entre « el socialismo y barbarie ». Barbarie que engendra la exclusión, o el socialismo que no es otra cosa que la búsqueda de los medios para impedir dicha polarización, dando la prioridad a la unidad humana y al florecimiento en cada hombre de una humanidad plena.
Pero el advenimiento del socialismo no es ineluctable. El determinismo existe solamente para los hombres alienados por el capitalismo.
Marx pensaba que al contrario, el aumento de la alienación no era nunca tal que excluía la posibilidad de luchar contra ella. Lo que no es otra cosa que el afloramiento de la trascendencia del hombre en relación al determinismo sectorial de la naturaleza.
El futuro no es lo que será, sino lo que nosotros mismos forjemos.

¿Guerra entre el monoteísmo del mercado y el sentido?
Jesús por su parte nunca definió un programa político ni doctrina social que se impondría a todos los pueblos en todos los tiempos.
No se trata de sacralizar en nombre de la fe la obligación de ser de derecha o de izquierda. Pero debemos clamar con todas nuestras fuerzas que es en nombre de la fe, que no se puede tolerar la división actual del mundo entre el Norte y el Sur, la acumulación de la riqueza por un lado y la miseria del otro.
Nuestra tarea es reagrupar a todos los hombres de fe -sea cual sea esta fe- contra el mundo actual donde impera la ausencia de sentido de la vida. Hay que crear núcleos de resistencia denunciando y combatiendo todo lo que esté en contra la unidad sinfónica del mundo, en la cual cada pueblo, cada cultura, cada fe, pueda aportar su contribución a esta recíproca y fecundadora unidad.
Una tarea de tal envergadura supone en primer lugar, eliminar las instituciones que han fundado el monoteísmo del mercado y que actualmente constituyen el brazo secular de los amos del mundo: Estados Unidos, sus vasallos y cómplices del G7, la OMC , el FMI y el Banco Mundial, todos, instrumentos que en nombre de una supuesta libertad imponen la idolatría del dinero.
Para justificar esta integración al sistema del mercado mundial bajo dominación norteamericana, se inculca por vía de los medios de comunicación la idea de « necesidad », como si la economía fuera una ciencia de las cosas y no una organización voluntaria decidida por hombres. Se trata por ejemplo de hacernos creer que la única alternativa frente la OMC es el repliegue nacionalista y proteccionista.
Sin embargo, un cambio radical de las relaciones con el Tercer Mundo, abriría un « mercado » infinitamente más vasto que el de la « tríade » (Estados Unidos, Europa y Japón).
Los Estados Unidos exigen que los otros países apliquen una desrreglamentación total de sus economías con el fin de que no puedan oponer ningún obstáculo a su expansión, mientras ellos continúan aplicando el proteccionismo.
El artículo 301 de una ley norteamericana permite sancionar a cualquier país que pretendiera limitar las importaciones y exportaciones de EEUU. De esta manera han sido colonizadas, nuestra agricultura obligando a dejar una gran cantidad de tierras en barbecho; pero también el cine, el acero, la informática, la industria aeronáutica, etc.
Es en la conciencia de los hombres donde comienzan todas las grandes transformaciones de la humanidad. Así lo demuestran las grandes aventuras espirituales, como el budismo, el cristianismo, el Islam y la Reforma. También las grandes revoluciones: la Revolución francesa preparada por el siglo de las Luces y los Enciclopedistas. Más cerca nuestro, la liberación de India con Gandhi y las fuentes del Vedanta, o la revolución iraní que surgió como reacción contra una « modernidad »importada.
Para preparar la resistencia a la manipulación y a la uniformización de las conciencias, hay quecombatir en primer lugar a la TV.
Tres sectores constituyen los principales puntos de sustentación de ésta: la información, el entretenimiento y la educación.
La ley del mercado que rige la TV está en función del rating, que a su vez determina la publicidad. Los televidentes no son más que clientes.
La información, las imágenes como los « hechos » se venden como una vulgar mercancía y son difundidas y seleccionadas sólo por unas cuantas agencias de prensa.
El entretenimiento es la segunda función de la TV. Las emisiones difundidas obedecen a las mismas leyes del mercado y en este campo, se explotan los más bajos instintos, con una profusión de sangre y sexo.
Ya en la Antigüedad , Sócrates se había percatado que ante las golosinas y dulces de un pastelero, como frente a las drogas de un médico, la elección de un niño era evidente.
Es así como pululan en las pantallas de la TV del mundo, estrellas de lo que podríamos llamar «telebasura», compuestas por las peores producciones norteamericanas. Pasando desde Madonna a los héroes exterminadores, para quienes las relaciones humanas se realizan mediante las armas o como en la serie Dallas, mediante el dólar.
Quedan los juegos, tara que consiste en dar una idea perversa de la cultura, identificando a ésta con la memoria de cualquier cosa, desde el primer campeonato de palitroque a la longitud del Orinoco.
Además están los juegos de azar, loterías y otros como « el millonario » y « el gran hermano ». Para ellos se inventó un eslogan inolvidable: « Es muy fácil y usted pude ganar mucho! », resumiendo así la moral de un sistema que representa una ilusoria esperanza para aquellos que no tienen nada.
Contra esta « ocupación cultural », la resistencia debe comenzar por una clarificación tendiente a desenmascarar los pretextos ideológicos detrás los cuales está el imperio estadounidense, vanguardia de la decadencia occidental. Enseguida, hay que desarrollar el boicot a las exportaciones más simbólicas de la llamada « cultura » norteamericana.
El boicot cambia radicalmente el estilo de la acción política. En primer lugar no implica estar sometido a una dirección política que decide por uno. No hay delegación de poder, sino que por el contrario, responsabilidad y compromiso personal que implican sacrificios -aquellos de nuestras preferencias y gustos cotidianos- cambiando nuestro modo de vida, ya bastante norteamericanizado.
Pero también, para trabajar en función de la unidad del mundo contra el monoteísmo del mercado imperante, una de las primeras medidas tiene que ser la abolición de la deuda externa del Tercer Mundo, puesto que no tiene fundamento histórico ni justificación.
Por otra parte, los préstamos e inversiones a los países pobres deberían:
1º. No pasar por las manos de los gobiernos, sino que directamente a las asociaciones de productores, cooperativas, sindicatos y comunidades de base.
2º. Deben ser acordados para la realización de proyectos precisos de utilidad pública: irrigación, transporte, infraestructura, agricultura. El pago de estos préstamos debería hacerse en moneda local con el fin de ayudar a la reinversión en los países del Sur. De este modo sería posible multiplicar el intercambio Sur-Sur, en lugar que los pobres del Sur paguen como ocurre hoy, el lujo y bienestar de los privilegiados del Norte.
3º. Debería introducirse el trueque para no depender exclusivamente del dólar y de las especulaciones monetarias.
4º. Se debe revalorizar el precio de las exportaciones de los países del Sur, poniendo fin al intercambio desigual.
Todas estas medidas apuntan a un cambio fundamental en las relaciones de las naciones ricas con los países pobres del Sur, medidas tendientes a liberarlos de la servidumbre del mercado mundial integrado, del cual son sus principales víctimas.
Por otra parte, « el crecimiento » en su acepción occidental, es la creación de nuevas necesidades, aun si éstas son artificiales o degradantes.
Un ejemplo típico de este despilfarro es la profusión de artículos de entretenimientos electrónicos. ¿Qué tiene que ver el progreso humano con la existencia de más de 400 canales internacionales de TV? ¿O ofrecer a nuestros niños juguetes electrónicos « interactivos », aún más sofisticados que Nintendo, donde pueden tranquilamente participar en una guerra o en una violación colectiva?
Poner al mundo con la cabeza arriba, de pie, significa en primer lugar entregarle al mercado su verdadera función: es decir, el lugar donde surgen y se satisfacen las necesidades materiales y espirituales auténticamente humanas.
De esta forma, la economía de mercado ha creado un nuevo poder « mediacrático ». Se trata de la « trinidad » compuesta por los propietarios de los medios de comunicación, los deciders de la TV y los políticos.
Esta trinidad constituye la máscara y seudónimo político del monoteísmo del mercado.
El triunfo del ateísmo radical, aquel del monoteísmo del mercado y de los ídolos que éste engendra (dinero, nación y mundialización de la carencia de sentido de la vida), ilustran la intuición de André Malraux cuando dijo: « El siglo XXI será espiritual o no será ».
Pero la religión que podrá salvarlo de la muerte no es el cristianismo ni el Islam. Ni la religión dominante de los dominantes, ni la religión dominante de los dominados.
En Occidente fue donde nacieron las creencias en Dioses todopoderosos y parciales, exteriores al hombre, dirigiendo desde los cielos su destino. Dioses que engendraron las teologías de la dominación.
Y Occidente se ha lanzado en una carrera alucinante por el poder, blandiendo la promesa mítica de su progreso de pueblo predestinado.
En el Oriente milenario los hombres han proclamado que la inmortalidad no es la negación de la muerte, sino la afirmación de la vida eterna y creadora.
La chispa divina de la unidad viviente de dos mundos, -Oriente y Occidente-, el sol se levanta, el sol se pone y renacerá mañana en el horizonte del otro si el hombre quiere ayudarlo, para ser como decía Zaratustra, el primer profeta de la unidad dual, « aquellos que desde el amanecer trabajan por el ensanchamiento del día ».
Luego nació el Dios sin nombre de Heráclito de Efeso, también anunciador de la unidad dual, para quien el mundo era “un fuego eternamente vivo que se enciende y se apaga según leyes determinadas”.
Sobre esa tierra de mensajes divinos, de fecundación de lejanas espiritualidades, Oriente y Occidente se unieron encarnándose en un hombre: Jesús. Jesús enseñó que los mismos Dioses mueren y que su muerte no está separada de la vida en sus incesantes resurrecciones.
En esa bisagra constituida por el Cercano Oriente, los Padres de la Iglesia nos dieron el verdadero sentido de la « buena nueva » de esta encarnación: Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera llegar a ser Dios.
La epopeya humana pudo comenzar y el hombre avanzó duramente, golpe a golpe.
Hubo Dioses celosos y crueles, aquellos de las leyendas antiguas, que con san Pablo instalaron rápidamente a Jesús en el derecho común, con sus « guerras santas », sus Cruzadas, inquisiciones y « santas alianzas ».
Otros , como Mahoma y los sufíes del Islam, recordaron la unidad de la fe, la de Abraham y Jesús, la de los Uspanishad y del Zend Avesta.
San Francisco de Asís, luchó contra el poderío y la riqueza, combatiendo porque viviera la llama encendida por Jesús.
Raimón Llul e Ibn Tofayl, mantuvieron la fe primera y fraternal en plena Cruzada.
Y el Cardenal de Cues, soñaba en su libro Paz de la fe, con un concilio mundial de religiones en el momento (1453) en que los turcos entraban en Constantinopla.
Como el Concilio Vaticano II, bajo el Papa Juan XXIII y tantos teólogos de la liberación de la India musulmana hasta el Occidente cristiano. Como el padre Montchanin y Pannikar. El padre Gutiérrez e Ignacio Ellacuría, que hicieron frente con entereza a los escuadrones de la muerte. Como Leonardo Boff, frente a los inquisidores.
La fe -en medio del provisorio reino del monoteísmo del mercado- tiene necesidad de un « río de fuego » (Feurbach), para prevenirnos contra la tentación de proyectar en un Dios o en varios Dioses, la voluntad de poderío del hombre ; ese « río de fuego », que Marx y Nietzsche nos llamaron a atravesar para alcanzar la fe más allá de las alienaciones religiosas.
Ojalá Occidente pueda recordar que con él no termina la historia.

Roger Garaudy
Madrid 1977. Conférence publique du 20 janvier. Photo Santiago