Roger Garaudy y su nuevo libro
Mi familia me educó con un ateísmo que me liberó de las concepciones antropomórficas de Dios y me preservó de toda religión tribal, aquellas que pretenden tener el monopolio de lo absoluto y nos imponen mitos, ritos y dogmas, como si tuvieran un valor universal, como si fuesen propiedad de un pueblo elegido.
Su frontera era la razón hermética, es decir, inconsciente de sus postulados y de sus límites.
Cuando tomé conciencia que estos límites eran la cultura y la filosofía que me habían enseñado en la escuela, tuve la necesidad de escapar de esa prisión cientista. Gracias a Kierkegaard, a quien descubrí gracias a algunas amistades protestantes, me di cuenta que existían más allá de nuestra pequeña lógica y moral, sacrificios parecidos a los de Abraham, aparentemente dementes, puesto que rompían con todas las normas de la tribu.
Pude entonces franquear otra brecha, tal vez la más grande abierta en la historia de los hombres y de los dioses: Jesús. Con El, la ruptura, la superación y la trascendencia no estaban contaminadas por nuestra mezquina visión espacial de la exterioridad.
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Con Jesús en el corazón devine marxista, considerando que Marx había elaborado para un siglo determinado, leyes de desarrollo que permitirían al hombre alcanzar no un “fin de la historia”, sino salir de la prehistoria, en la cual la riqueza y el poderío de algunos están basados en la miseria y la dependencia de muchos.
Nunca he lamentado haber tomado esa opción, porque continúo pensando que sin el método de análisis empleado por Marx en su época, no es posible comprender hoy en día la división del mundo entre el colonialismo unificado existente desde la última guerra -coalición formada por los antiguos y nuevos colonialistas- y la creciente fractura entre los que tienen y los que no tienen.
Una vez más escogí mi campo contra la ideología dominante de los dominantes. Escogí el Islam, la ideología dominante de los dominados, no para compartir las nostalgias del pasado o la imitación de Occidente, sino como una manera de tomar partido y seguir el ejemplo de la Teología de la Liberación. Esta nació en América Latina, en Africa, en Asia, allí donde los seres humanos mueren de miseria al ritmo de un Hiroshima cada dos días, debido al “modelo de crecimiento” occidental que sigue agravando su “subdesarrollo”, corolario de la dependencia.
La unidad del mundo y no la unidad imperial de una hipócrita mundialización, sino la unidad sinfónica de todos los pueblos, de todas las comunidades, es el único templo digno de ser llamado templo de Dios. Nuestra primera tarea de hombres de fe es la de ser sus constructores.
El fracaso provisorio de la gran esperanza de los excluidos -el socialismo- vino de aquellos que traicionando el pensamiento de Marx, no comprendieron que una verdadera revolución tiene más necesidad de trascendencia que de determinismo. Ese determinismo que los devotos llaman “Providencia” es llamado “mano invisible” por los amos del “pensamiento único” con Adam Smith a la cabeza; “progreso” por los ordinántropos o “materialismo dialéctico” por aquellos que han empobrecido el marxismo de Marx.
Tal ha sido la historia de mis rupturas que la secta del “pensamiento único” llama la historia de mis variaciones.
Sólo la muerte interrumpirá su desarrollo.
Y la acogeré con el mismo fervor porque el hombre no vive para morir. El hombre muere para vivir, iluminando su muerte con la alegre certeza que otros tomarán el relevo y la antorcha.
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En Marx, al que leía en ese entonces con una pasión únicamente intelectual, no encontré una nueva “concepción del mundo” ni una nueva concepción religiosa, ni metafísica ni positivista. En Marx encontré una exigencia, la de no pretender resolver solo y únicamente con ideas los problemas nacidos del desorden mundial, y entonces me uní a la fuerza que resistía al caos, militando en ella, corriendo el riesgo de compartir el maniqueísmo, con sus errores, sus excesos y tal vez sus crímenes, en un mundo donde el crimen era universal.
Así fue como me convertí en militante durante cuarenta años de un partido que reivindicaba como propio el método de Marx y que la situación histórica verificaba plenamente. Combatí desde München hasta la Resistencia, contra los amos del mundo que habían sojuzgado a Europa. Consideré que era el partido menos malo de todos, porque bueno no había ninguno.
Vivir en una sola vida a Marx y a Kierkegaard era sin duda un problema de la época, ya que alguna vez le escuché decir al propio Sartre que esa era su ambición. Es cierto que habíamos sacado conclusiones diametralmente opuestas. Sartre, partiendo del dramático cara a cara entre la subjetividad y la trascendencia, trató intelectualmente de adherir a un marxismo teorizado por él mismo, en el que veía “la filosofía insuperable de nuestro tiempo”. Tomó en general una posición humana ante grandes situaciones inhumanas de nuestro tiempo. En favor de la resistencia y contra la guerra de Argelia, pero sin que esta posición puramente intelectual, lo llevara a compromisos más allá que aquellos contraídos con grupúsculos en los cuales proyectaba sus fantasmas de política teórica.
Mi camino fue rigurosamente opuesto. Lo que me pareció primordial fue la encarnación. Con la cabeza no se transforma el mundo y tenemos que mancharnos las manos en los inevitables combates que lo desgarran. Uno no puede “sentarse en el techo”, no puede contentarse con “proclamar el bien”, sino que debe tomar partido por el mal menor, en general, igual que en la época de Jesús, al lado de “los que no tienen”, de los pobres.
Al menos debemos empecinarnos en abrir en los combatientes una brecha de cierta trascendencia, como lo han intentado las experiencias militantes más profundamente humanas y divinas de nuestro tiempo, las de los “curas obreros” y aquella emprendida por los “teólogos de la liberación”, que tratan de reconciliar la historia con la trascendencia.
No sé si mi apuesta inicial la gané, pero no lamento haberla mantenido durante cuarenta años en un partido en el cual llegué a ser uno de sus dirigentes. Yo no renuncié. Fui expulsado en 1970 por haber afirmado que la Unión Soviética no podía ser considerada como un país socialista.
El balance de esos cuarenta años de fidelidad no me parece negativo.
En primer lugar por el recuerdo siempre presente en el plano teórico -y siguiendo el sentido del pensamiento de Marx- que no se podía definir el marxismo como una suerte de determinismo económico. Por el contrario, es el capitalismo y su consiguiente alienación del hombre, el que ha hecho de la economía el motor de la historia, abandonando al mercado la regulación de todas las relaciones sociales. El determinismo (no el determinismo sectorial de las ciencias, sino la extrapolación de un determinismo total, totalitario) no puede fundar más que una política conservadora, puesto que si el porvenir está contenido en el presente y puede deducirse de él, ninguna irrupción de algo nuevo, ninguna ruptura, ninguna revolución es posible.
Contra viento y marea nunca dejé de proclamar que la revolución tiene más necesidad de trascendencia que de determinismo.
Fue al interior del partido una lucha permanente contra toda interpretación “positivista” de la noción de “socialismo científico”. El socialismo puede ser “científico” en sus medios, en el análisis de la economía capitalista (ya que no hay otra “ciencia económica” que la del hombre alienado por el sistema), en la estrategia correspondiente a este análisis, pero a condición de no hacer nunca abstracción como lo señalaba Marx, de la posibilidad permanente de romper con la alienación, por más profunda que ésta sea.
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Si Dios creó el mundo de una vez por todas (sea en seis días o en un solo bang), es sacrílego pretender modificar este orden eterno. Pablo de Tarso agregó al cristianismo esta visión lineal de la historia proveniente de los hebreos: “Dios produce en vosotros el querer y el hacer; vosotros no hacéis nada”, (Filipenses, II, 13). Pablo fue así el fundador de la teología de la dominación. Marcó con su impronta la historia de la Iglesia hasta la actual “teología de la liberación”, que al contrario, se esfuerza por encontrar el mensaje liberador y contestatario de Jesús, en su “alzamiento” entre los pobres, a quienes aportó prioritariamente la “buena nueva” de su humanidad plena, luchando contra la sumisión y las prohibiciones impuestas por los grandes sacerdotes de todas las religiones en todos los tiempos.
El Islam también tiene su San Pablo en la persona de Hanbal y sus despóticos herederos espirituales o integristas. El Islam también necesita una teología de la liberación.
Esta decadencia dogmática e inquisitorial de las religiones debido a su alianza con el poder y la justificación ideológica que aportan a esta dominación, no debe hacernos olvidar su primer despertar ni su proclamación de la finalidad última, a condición que ellas no se excluyan mutuamente, sino que reencuentren la vida en su fecundación recíproca y humilde. Porque la exclusión de esta dimensión trascendente de la vida, que es el alma de toda fe, ha provocado un caos todavía peor que las cruzadas y la Inquisición. Una contrarreligión que no osa decir su nombre -el monoteísmo del mercado- ha conducido a la partición del mundo entre el Norte y el Sur, estableciendo una jungla donde se enfrenta la voluntad de crecimiento con la voluntad de poder de los individuos y de los estados.
Para medir el grado de barbarie del sistema, recordemos que en 1994, luego de cinco siglos de colonialismo, el 80% de los recursos naturales del planeta están controlados y son consumidos por un 20% de privilegiados de la población mundial, mientras el hambre y la desnutrición causan en los países no occidentales treinta mil muertos por día. Es decir, el modelo de crecimiento occidental le cuesta al mundo el equivalente de un Hiroshima cada dos días. No podríamos encontrar otra prueba más irrefutable que ésta, al mostrar que los hombres no están guiados por la búsqueda de la trascendencia, sino por el deseo de saciar sus apetitos individuales. Esta irrisoria y falsa libertad desemboca en el aplastamiento de los débiles por los poderosos y la guerra de todos contra todos. No hay prueba más irrecusable de la superioridad de Marx sobre Adam Smith. Según este último, si cada cual persigue solamente su interés individual, el interés general quedará satisfecho. Una “mano invisible”, escribía, realizaría dicha armonía.
Marx reconocía que el capitalismo creaba grandes riquezas -y en El Capital no calla su admiración por este dinamismo-, pero, dice, creará todavía más miseria y desigualdad con una polarización creciente de la riqueza en manos de una minoría y la alienación e indigencia de la mayoría. El mundo, dividido hoy entre el Norte y el Sur, es una verificación manifiesta de sus previsiones.
Lo que hemos tratado de hacer vivir bajo el nombre de diálogo de culturas entre marxistas y cristianos, luego, diálogo entre las civilizaciones de Oriente y Occidente, debe ser la obra de todos en un plano de receptividad mutua, teniendo la certeza fundadora de todo diálogo: cada uno de los dialogantes tiene algo que aprender del otro y debe estar dispuesto en consecuencia a cuestionar sus propias verdades, para poder avanzar hacia una verdad siempre más lejana e inaccesible que un horizonte determinado, pero siempre más global, quiero decir, una verdad más universal y plena de amor.
Sólo entonces, cada uno -al recibir gracias a su participación en la comunidad los medios económicos, políticos y culturales de su pleno desarrollo-, sentirá nacer en él, superando al hombre prehistórico y alienado que aún somos, “la auténtica comunidad de los seres vivientes”.
El paso del hombre a una historia verdaderamente humana comienza con la regla de oro, que de Lao Tse a Heráclito, es el alma de todas las sabidurías y de la fe: Ser Uno con el Todo.
La sabiduría de Jesús como la de los Upanisads, de Lao Tse y Cankara, de los profetas de Israel y de los sufíes del islam, de San Francisco de Asís, Gandhi, Martin Luther King y de la Teología de la Liberación nacida en las comunidades de base: “el poema comenzado del Universo”.
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Donde sea que se hayan inspirado aquellos que durante casi un siglo fueron mis guías y modelos, mantuvieron alumbrada la misma llama. El obispo brasileño Helder Camara que me escribió cuando yo era dirigente comunista: “Tenemos sed de lo mismo”. El padre Chenu que escribió: “Más trabajo, más creador es Dios”. Y entre mis camaradas, Maurice Thorez, quien me mostró en el martirio del teólogo Tomás Münzer, las raíces cristianas del socialismo moderno; hasta Louis Aragon, cuyo poema La rosa y la reseda aún resuena en mi corazón.
Estábamos al borde del mismo abismo, al borde de la misma nada silenciosa poblada de una infinidad de posibles. Sentíamos el vacío que nos rodeaba y el inextinguible deseo de explorar la selva virgen.
No sé cómo hubiera podido vivir sin ellos, sin esas voces y llamados que venían de diversos horizontes. Sin ellos, no sé cómo podría haber vivido lo que se llama vida. Desde el nacimiento de mi fe hasta sus últimos e inaccesibles resplandores, me siento encandilado, iluminado en mi noche por mil ensayos contradictorios y fraternales.
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Mahoma puso en el centro de su mensaje la opción preferencial por los pobres: “Cuando quiero destruir una ciudad -dijo en nombre de Dios- le doy el poder a los ricos” (Corán, XVII, 16). Todos los preceptos económicos del Corán tienden a crear una sociedad igualitaria. El zakat es un impuesto a la fortuna y no sólo sobre los ingresos, de manera que nadie puede vivir gracias a la riqueza de sus antepasados. El riba, es la prohibición de poseer toda propiedad que no esté fundada en el trabajo, con el fin de impedir que la riqueza se acumule en un solo sector de la sociedad y la miseria en el otro.
Yo me convertí en musulmán sin renegar de Jesús ni de Marx. Por el contrario, mantengo la voluntad de serles fiel. Todas las religiones (que son lo contrario de la fe, puesto que ahí se trata de “creer” y no de actuar) y los jerarcas musulmanes -los príncipes y los doctores de la ley a su servicio- deshonoran al Islam. Igual que el judaísmo y el cristianismo, que prefieren los ritos y dogmas al mensaje de Abraham, Jesús y Mahoma, con el objeto de hacer creer en nombre de una observancia estricta, que “practicar” es obedecer a sus prohibiciones y no luchar por la liberación divina y humana, es decir, no luchar contra la miseria, la humillación y contra toda situación en la cual el rostro del hombre se encuentre desfigurado, en lugar de asemejarse a la faz de Dios.
No se puede contar con ninguna de las religiones dominantes institucionales si queremos evitarle al siglo XXI un suicidio planetario. Y sin embargo, afirmamos que sin perder nada de la herencia espiritual de los tres últimos milenios, herencia transmitida por los rebeldes de estas tres religiones “reveladas”: -los profetas de Israel, los que siguen fieles al mensaje de Jesús, los sufíes musulmanes y sobre todo, el diálogo entre las sabidurías de Asia, Africa y América Latina y su Teología de la Liberación que luchan contra la teología de la dominación-, es posible construir un siglo XXI con rostro humano y divino.
El mayor problema no es técnico ni económico ni político. Sin olvidar estas tres dimensiones, se trata de encauzarlas hacia fines humanos, buscando la unidad sinfónica del mundo, en la diversidad de sus culturas, frente a una “mundialización” que apunta a la unidad imperial del mundo, escondiendo en realidad la creciente división del mundo entre el nuevo poder colonial unificado de Estados Unidos y sus vasallos europeos, y un mundo al que este “crecimiento” le cuesta debido al hambre, según la Unicef, más de treinta millones de muertos por año, de los cuales trece millones son niños.
¿Qué hacer para pasar del suicidio planetario a una resurrección del hombre y de la unidad del mundo?
Si este siglo prosigue ciegamente este camino, no durará cien años. No sólo a causa de la matanza humana que esto significa, sino también debido a la destrucción de la naturaleza y al agotamiento de las riquezas fósiles del subsuelo; a la contaminación y disminución de la capa de ozono que conducirá a la transformación del clima y a la exterminación de la fauna de la tierra y del mar; también a causa de la manipulación genética, el abuso de pesticidas y la desforestación. En Amazonía y en Indonesia por ejemplo, se destruyen los pulmones de la humanidad construyendo represas aberrantes en función únicamente del interés mercantil. Se saquean los mares empleando técnicas que significan el aniquilamiento de especias enteras de peces, y por otro lado, la escasez creciente del agua y de sus redes de distribución, reducen las posibilidades de la agricultura. En una palabra, en la superficie de la tierra, bajo tierra, en los océanos, en el cielo, en la relación con los demás seres vivientes, la destrucción ocasionada por esta nueva barbarie -llamada productividad tecnológica, modernismo e incluso progreso- termina con el despliegue de la vida y de la humanidad que se habían desarrollado durante millones de años.
La manipulación de las conciencias de las gentes -infantilizada y fascinada por la TV y las tecnologías de la “comunicación”, del teléfono celular a Internet- permite anestesiarlas hasta tal punto que olvidan el abismo y la muerte al que les conduce el “pensamiento único”. Es el resultado de la ausencia de reflexión acerca de los fines y del sentido de la historia humana.
Una decadencia tal nos la muestran los Estados Unidos con una imagen mortífera: doscientos cincuenta millones de armas y doscientos cincuenta millones de habitantes, los miles de presos que se hacinan en sus cárceles, los condenados a muerte y los treinta y tres millones de indigentes. En el “país más rico del mundo”, un niño de cada cuatro sufre de hambre. De este magma emerge un 1% de ricos que dispone del 70% de la riqueza nacional, con sus miles de millones de deudas (más que el conjunto del Tercer Mundo), viviendo por encima de sus recursos, con niños asesinos a los seis años y especuladores espumando los mercados, además de una panoplia militar capaz de destruir la infraestructura y la población de los países recalcitrantes, haciéndoles volver atrás varios siglos. Para eso emplean la llamada guerra “cero muerto” (muerto norteamericano por supuesto), es decir, guerras llevadas a cabo mediante una tecnología que no tiene equivalente en la capacidad de respuesta del adversario, la guerra de la ametralladora contra la azagaya, como durante las guerras coloniales del siglo XIX. Es una guerra depredadora de cobardes, signo de la decadencia moral de un mundo donde ha desaparecido completamente la noción de “honor”.
La magnitud de esta crisis exige algo más que una revolución política. Las verdaderas y más profundas transformaciones de la historia son obras que emanan del surgimiento de nuevas “religiones”. Sin embargo como lo observamos hasta nuestros días, luego de haber causado una renovación radical en el corazón y en el espíritu de las masas, todas las religiones (particularmente en Occidente, el judaísmo, el cristianismo y más tarde en el Cercano Oriente, el Islam) están vinculadas y a veces integradas al poder dominante, tanto, que lejos de producirse su renovación, ellas han contribuido al mantenimiento y afianzamiento de éste, desencadenando enfrentamientos políticos a los que se atribuye un “aroma” espiritual.
Lo que necesitamos es algo completamente nuevo, no una renovación de tal o cual religión, sino la toma de conciencia de la fe como dimensión constitutiva del hombre en su unidad, para salir de esta sórdida prehistoria depredadora en que nos ha sumido el desarrollo de la técnica -viga maestra de la “religión de los medios”- que nos ha hecho perder hasta el deseo de reflexionar en la finalidad y sentido de nuestra vida y de nuestra historia común.
Es en la cabeza y en el corazón de los hombres donde no sólo comienzan las revoluciones, sino que las verdaderas mutaciones de la historia. Desgraciadamente, muchos revolucionarios tienen prisa por cambiar todo, salvo cambiar ellos mismos
Jesús, Mahoma y Marx, trinidad filosófica
Mi familia me educó con un ateísmo que me liberó de las concepciones antropomórficas de Dios y me preservó de toda religión tribal, aquellas que pretenden tener el monopolio de lo absoluto y nos imponen mitos, ritos y dogmas, como si tuvieran un valor universal, como si fuesen propiedad de un pueblo elegido.
Su frontera era la razón hermética, es decir, inconsciente de sus postulados y de sus límites.
Cuando tomé conciencia que estos límites eran la cultura y la filosofía que me habían enseñado en la escuela, tuve la necesidad de escapar de esa prisión cientista. Gracias a Kierkegaard, a quien descubrí gracias a algunas amistades protestantes, me di cuenta que existían más allá de nuestra pequeña lógica y moral, sacrificios parecidos a los de Abraham, aparentemente dementes, puesto que rompían con todas las normas de la tribu.
Pude entonces franquear otra brecha, tal vez la más grande abierta en la historia de los hombres y de los dioses: Jesús. Con El, la ruptura, la superación y la trascendencia no estaban contaminadas por nuestra mezquina visión espacial de la exterioridad.
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Con Jesús en el corazón devine marxista, considerando que Marx había elaborado para un siglo determinado, leyes de desarrollo que permitirían al hombre alcanzar no un “fin de la historia”, sino salir de la prehistoria, en la cual la riqueza y el poderío de algunos están basados en la miseria y la dependencia de muchos.
Nunca he lamentado haber tomado esa opción, porque continúo pensando que sin el método de análisis empleado por Marx en su época, no es posible comprender hoy en día la división del mundo entre el colonialismo unificado existente desde la última guerra -coalición formada por los antiguos y nuevos colonialistas- y la creciente fractura entre los que tienen y los que no tienen.
Una vez más escogí mi campo contra la ideología dominante de los dominantes. Escogí el Islam, la ideología dominante de los dominados, no para compartir las nostalgias del pasado o la imitación de Occidente, sino como una manera de tomar partido y seguir el ejemplo de la Teología de la Liberación. Esta nació en América Latina, en Africa, en Asia, allí donde los seres humanos mueren de miseria al ritmo de un Hiroshima cada dos días, debido al “modelo de crecimiento” occidental que sigue agravando su “subdesarrollo”, corolario de la dependencia.
La unidad del mundo y no la unidad imperial de una hipócrita mundialización, sino la unidad sinfónica de todos los pueblos, de todas las comunidades, es el único templo digno de ser llamado templo de Dios. Nuestra primera tarea de hombres de fe es la de ser sus constructores.
El fracaso provisorio de la gran esperanza de los excluidos -el socialismo- vino de aquellos que traicionando el pensamiento de Marx, no comprendieron que una verdadera revolución tiene más necesidad de trascendencia que de determinismo. Ese determinismo que los devotos llaman “Providencia” es llamado “mano invisible” por los amos del “pensamiento único” con Adam Smith a la cabeza; “progreso” por los ordinántropos o “materialismo dialéctico” por aquellos que han empobrecido el marxismo de Marx.
Tal ha sido la historia de mis rupturas que la secta del “pensamiento único” llama la historia de mis variaciones.
Sólo la muerte interrumpirá su desarrollo.
Y la acogeré con el mismo fervor porque el hombre no vive para morir. El hombre muere para vivir, iluminando su muerte con la alegre certeza que otros tomarán el relevo y la antorcha.
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En Marx, al que leía en ese entonces con una pasión únicamente intelectual, no encontré una nueva “concepción del mundo” ni una nueva concepción religiosa, ni metafísica ni positivista. En Marx encontré una exigencia, la de no pretender resolver solo y únicamente con ideas los problemas nacidos del desorden mundial, y entonces me uní a la fuerza que resistía al caos, militando en ella, corriendo el riesgo de compartir el maniqueísmo, con sus errores, sus excesos y tal vez sus crímenes, en un mundo donde el crimen era universal.
Así fue como me convertí en militante durante cuarenta años de un partido que reivindicaba como propio el método de Marx y que la situación histórica verificaba plenamente. Combatí desde München hasta la Resistencia, contra los amos del mundo que habían sojuzgado a Europa. Consideré que era el partido menos malo de todos, porque bueno no había ninguno.
Vivir en una sola vida a Marx y a Kierkegaard era sin duda un problema de la época, ya que alguna vez le escuché decir al propio Sartre que esa era su ambición. Es cierto que habíamos sacado conclusiones diametralmente opuestas. Sartre, partiendo del dramático cara a cara entre la subjetividad y la trascendencia, trató intelectualmente de adherir a un marxismo teorizado por él mismo, en el que veía “la filosofía insuperable de nuestro tiempo”. Tomó en general una posición humana ante grandes situaciones inhumanas de nuestro tiempo. En favor de la resistencia y contra la guerra de Argelia, pero sin que esta posición puramente intelectual, lo llevara a compromisos más allá que aquellos contraídos con grupúsculos en los cuales proyectaba sus fantasmas de política teórica.
Mi camino fue rigurosamente opuesto. Lo que me pareció primordial fue la encarnación. Con la cabeza no se transforma el mundo y tenemos que mancharnos las manos en los inevitables combates que lo desgarran. Uno no puede “sentarse en el techo”, no puede contentarse con “proclamar el bien”, sino que debe tomar partido por el mal menor, en general, igual que en la época de Jesús, al lado de “los que no tienen”, de los pobres.
Al menos debemos empecinarnos en abrir en los combatientes una brecha de cierta trascendencia, como lo han intentado las experiencias militantes más profundamente humanas y divinas de nuestro tiempo, las de los “curas obreros” y aquella emprendida por los “teólogos de la liberación”, que tratan de reconciliar la historia con la trascendencia.
No sé si mi apuesta inicial la gané, pero no lamento haberla mantenido durante cuarenta años en un partido en el cual llegué a ser uno de sus dirigentes. Yo no renuncié. Fui expulsado en 1970 por haber afirmado que la Unión Soviética no podía ser considerada como un país socialista.
El balance de esos cuarenta años de fidelidad no me parece negativo.
En primer lugar por el recuerdo siempre presente en el plano teórico -y siguiendo el sentido del pensamiento de Marx- que no se podía definir el marxismo como una suerte de determinismo económico. Por el contrario, es el capitalismo y su consiguiente alienación del hombre, el que ha hecho de la economía el motor de la historia, abandonando al mercado la regulación de todas las relaciones sociales. El determinismo (no el determinismo sectorial de las ciencias, sino la extrapolación de un determinismo total, totalitario) no puede fundar más que una política conservadora, puesto que si el porvenir está contenido en el presente y puede deducirse de él, ninguna irrupción de algo nuevo, ninguna ruptura, ninguna revolución es posible.
Contra viento y marea nunca dejé de proclamar que la revolución tiene más necesidad de trascendencia que de determinismo.
Fue al interior del partido una lucha permanente contra toda interpretación “positivista” de la noción de “socialismo científico”. El socialismo puede ser “científico” en sus medios, en el análisis de la economía capitalista (ya que no hay otra “ciencia económica” que la del hombre alienado por el sistema), en la estrategia correspondiente a este análisis, pero a condición de no hacer nunca abstracción como lo señalaba Marx, de la posibilidad permanente de romper con la alienación, por más profunda que ésta sea.
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Si Dios creó el mundo de una vez por todas (sea en seis días o en un solo bang), es sacrílego pretender modificar este orden eterno. Pablo de Tarso agregó al cristianismo esta visión lineal de la historia proveniente de los hebreos: “Dios produce en vosotros el querer y el hacer; vosotros no hacéis nada”, (Filipenses, II, 13). Pablo fue así el fundador de la teología de la dominación. Marcó con su impronta la historia de la Iglesia hasta la actual “teología de la liberación”, que al contrario, se esfuerza por encontrar el mensaje liberador y contestatario de Jesús, en su “alzamiento” entre los pobres, a quienes aportó prioritariamente la “buena nueva” de su humanidad plena, luchando contra la sumisión y las prohibiciones impuestas por los grandes sacerdotes de todas las religiones en todos los tiempos.
El Islam también tiene su San Pablo en la persona de Hanbal y sus despóticos herederos espirituales o integristas. El Islam también necesita una teología de la liberación.
Esta decadencia dogmática e inquisitorial de las religiones debido a su alianza con el poder y la justificación ideológica que aportan a esta dominación, no debe hacernos olvidar su primer despertar ni su proclamación de la finalidad última, a condición que ellas no se excluyan mutuamente, sino que reencuentren la vida en su fecundación recíproca y humilde. Porque la exclusión de esta dimensión trascendente de la vida, que es el alma de toda fe, ha provocado un caos todavía peor que las cruzadas y la Inquisición. Una contrarreligión que no osa decir su nombre -el monoteísmo del mercado- ha conducido a la partición del mundo entre el Norte y el Sur, estableciendo una jungla donde se enfrenta la voluntad de crecimiento con la voluntad de poder de los individuos y de los estados.
Para medir el grado de barbarie del sistema, recordemos que en 1994, luego de cinco siglos de colonialismo, el 80% de los recursos naturales del planeta están controlados y son consumidos por un 20% de privilegiados de la población mundial, mientras el hambre y la desnutrición causan en los países no occidentales treinta mil muertos por día. Es decir, el modelo de crecimiento occidental le cuesta al mundo el equivalente de un Hiroshima cada dos días. No podríamos encontrar otra prueba más irrefutable que ésta, al mostrar que los hombres no están guiados por la búsqueda de la trascendencia, sino por el deseo de saciar sus apetitos individuales. Esta irrisoria y falsa libertad desemboca en el aplastamiento de los débiles por los poderosos y la guerra de todos contra todos. No hay prueba más irrecusable de la superioridad de Marx sobre Adam Smith. Según este último, si cada cual persigue solamente su interés individual, el interés general quedará satisfecho. Una “mano invisible”, escribía, realizaría dicha armonía.
Marx reconocía que el capitalismo creaba grandes riquezas -y en El Capital no calla su admiración por este dinamismo-, pero, dice, creará todavía más miseria y desigualdad con una polarización creciente de la riqueza en manos de una minoría y la alienación e indigencia de la mayoría. El mundo, dividido hoy entre el Norte y el Sur, es una verificación manifiesta de sus previsiones.
Lo que hemos tratado de hacer vivir bajo el nombre de diálogo de culturas entre marxistas y cristianos, luego, diálogo entre las civilizaciones de Oriente y Occidente, debe ser la obra de todos en un plano de receptividad mutua, teniendo la certeza fundadora de todo diálogo: cada uno de los dialogantes tiene algo que aprender del otro y debe estar dispuesto en consecuencia a cuestionar sus propias verdades, para poder avanzar hacia una verdad siempre más lejana e inaccesible que un horizonte determinado, pero siempre más global, quiero decir, una verdad más universal y plena de amor.
Sólo entonces, cada uno -al recibir gracias a su participación en la comunidad los medios económicos, políticos y culturales de su pleno desarrollo-, sentirá nacer en él, superando al hombre prehistórico y alienado que aún somos, “la auténtica comunidad de los seres vivientes”.
El paso del hombre a una historia verdaderamente humana comienza con la regla de oro, que de Lao Tse a Heráclito, es el alma de todas las sabidurías y de la fe: Ser Uno con el Todo.
La sabiduría de Jesús como la de los Upanisads, de Lao Tse y Cankara, de los profetas de Israel y de los sufíes del islam, de San Francisco de Asís, Gandhi, Martin Luther King y de la Teología de la Liberación nacida en las comunidades de base: “el poema comenzado del Universo”.
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Donde sea que se hayan inspirado aquellos que durante casi un siglo fueron mis guías y modelos, mantuvieron alumbrada la misma llama. El obispo brasileño Helder Camara que me escribió cuando yo era dirigente comunista: “Tenemos sed de lo mismo”. El padre Chenu que escribió: “Más trabajo, más creador es Dios”. Y entre mis camaradas, Maurice Thorez, quien me mostró en el martirio del teólogo Tomás Münzer, las raíces cristianas del socialismo moderno; hasta Louis Aragon, cuyo poema La rosa y la reseda aún resuena en mi corazón.
Estábamos al borde del mismo abismo, al borde de la misma nada silenciosa poblada de una infinidad de posibles. Sentíamos el vacío que nos rodeaba y el inextinguible deseo de explorar la selva virgen.
No sé cómo hubiera podido vivir sin ellos, sin esas voces y llamados que venían de diversos horizontes. Sin ellos, no sé cómo podría haber vivido lo que se llama vida. Desde el nacimiento de mi fe hasta sus últimos e inaccesibles resplandores, me siento encandilado, iluminado en mi noche por mil ensayos contradictorios y fraternales.
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Mahoma puso en el centro de su mensaje la opción preferencial por los pobres: “Cuando quiero destruir una ciudad -dijo en nombre de Dios- le doy el poder a los ricos” (Corán, XVII, 16). Todos los preceptos económicos del Corán tienden a crear una sociedad igualitaria. El zakat es un impuesto a la fortuna y no sólo sobre los ingresos, de manera que nadie puede vivir gracias a la riqueza de sus antepasados. El riba, es la prohibición de poseer toda propiedad que no esté fundada en el trabajo, con el fin de impedir que la riqueza se acumule en un solo sector de la sociedad y la miseria en el otro.
Yo me convertí en musulmán sin renegar de Jesús ni de Marx. Por el contrario, mantengo la voluntad de serles fiel. Todas las religiones (que son lo contrario de la fe, puesto que ahí se trata de “creer” y no de actuar) y los jerarcas musulmanes -los príncipes y los doctores de la ley a su servicio- deshonoran al Islam. Igual que el judaísmo y el cristianismo, que prefieren los ritos y dogmas al mensaje de Abraham, Jesús y Mahoma, con el objeto de hacer creer en nombre de una observancia estricta, que “practicar” es obedecer a sus prohibiciones y no luchar por la liberación divina y humana, es decir, no luchar contra la miseria, la humillación y contra toda situación en la cual el rostro del hombre se encuentre desfigurado, en lugar de asemejarse a la faz de Dios.
No se puede contar con ninguna de las religiones dominantes institucionales si queremos evitarle al siglo XXI un suicidio planetario. Y sin embargo, afirmamos que sin perder nada de la herencia espiritual de los tres últimos milenios, herencia transmitida por los rebeldes de estas tres religiones “reveladas”: -los profetas de Israel, los que siguen fieles al mensaje de Jesús, los sufíes musulmanes y sobre todo, el diálogo entre las sabidurías de Asia, Africa y América Latina y su Teología de la Liberación que luchan contra la teología de la dominación-, es posible construir un siglo XXI con rostro humano y divino.
El mayor problema no es técnico ni económico ni político. Sin olvidar estas tres dimensiones, se trata de encauzarlas hacia fines humanos, buscando la unidad sinfónica del mundo, en la diversidad de sus culturas, frente a una “mundialización” que apunta a la unidad imperial del mundo, escondiendo en realidad la creciente división del mundo entre el nuevo poder colonial unificado de Estados Unidos y sus vasallos europeos, y un mundo al que este “crecimiento” le cuesta debido al hambre, según la Unicef, más de treinta millones de muertos por año, de los cuales trece millones son niños.
¿Qué hacer para pasar del suicidio planetario a una resurrección del hombre y de la unidad del mundo?
Si este siglo prosigue ciegamente este camino, no durará cien años. No sólo a causa de la matanza humana que esto significa, sino también debido a la destrucción de la naturaleza y al agotamiento de las riquezas fósiles del subsuelo; a la contaminación y disminución de la capa de ozono que conducirá a la transformación del clima y a la exterminación de la fauna de la tierra y del mar; también a causa de la manipulación genética, el abuso de pesticidas y la desforestación. En Amazonía y en Indonesia por ejemplo, se destruyen los pulmones de la humanidad construyendo represas aberrantes en función únicamente del interés mercantil. Se saquean los mares empleando técnicas que significan el aniquilamiento de especias enteras de peces, y por otro lado, la escasez creciente del agua y de sus redes de distribución, reducen las posibilidades de la agricultura. En una palabra, en la superficie de la tierra, bajo tierra, en los océanos, en el cielo, en la relación con los demás seres vivientes, la destrucción ocasionada por esta nueva barbarie -llamada productividad tecnológica, modernismo e incluso progreso- termina con el despliegue de la vida y de la humanidad que se habían desarrollado durante millones de años.
La manipulación de las conciencias de las gentes -infantilizada y fascinada por la TV y las tecnologías de la “comunicación”, del teléfono celular a Internet- permite anestesiarlas hasta tal punto que olvidan el abismo y la muerte al que les conduce el “pensamiento único”. Es el resultado de la ausencia de reflexión acerca de los fines y del sentido de la historia humana.
Una decadencia tal nos la muestran los Estados Unidos con una imagen mortífera: doscientos cincuenta millones de armas y doscientos cincuenta millones de habitantes, los miles de presos que se hacinan en sus cárceles, los condenados a muerte y los treinta y tres millones de indigentes. En el “país más rico del mundo”, un niño de cada cuatro sufre de hambre. De este magma emerge un 1% de ricos que dispone del 70% de la riqueza nacional, con sus miles de millones de deudas (más que el conjunto del Tercer Mundo), viviendo por encima de sus recursos, con niños asesinos a los seis años y especuladores espumando los mercados, además de una panoplia militar capaz de destruir la infraestructura y la población de los países recalcitrantes, haciéndoles volver atrás varios siglos. Para eso emplean la llamada guerra “cero muerto” (muerto norteamericano por supuesto), es decir, guerras llevadas a cabo mediante una tecnología que no tiene equivalente en la capacidad de respuesta del adversario, la guerra de la ametralladora contra la azagaya, como durante las guerras coloniales del siglo XIX. Es una guerra depredadora de cobardes, signo de la decadencia moral de un mundo donde ha desaparecido completamente la noción de “honor”.
La magnitud de esta crisis exige algo más que una revolución política. Las verdaderas y más profundas transformaciones de la historia son obras que emanan del surgimiento de nuevas “religiones”. Sin embargo como lo observamos hasta nuestros días, luego de haber causado una renovación radical en el corazón y en el espíritu de las masas, todas las religiones (particularmente en Occidente, el judaísmo, el cristianismo y más tarde en el Cercano Oriente, el Islam) están vinculadas y a veces integradas al poder dominante, tanto, que lejos de producirse su renovación, ellas han contribuido al mantenimiento y afianzamiento de éste, desencadenando enfrentamientos políticos a los que se atribuye un “aroma” espiritual.
Lo que necesitamos es algo completamente nuevo, no una renovación de tal o cual religión, sino la toma de conciencia de la fe como dimensión constitutiva del hombre en su unidad, para salir de esta sórdida prehistoria depredadora en que nos ha sumido el desarrollo de la técnica -viga maestra de la “religión de los medios”- que nos ha hecho perder hasta el deseo de reflexionar en la finalidad y sentido de nuestra vida y de nuestra historia común.
Es en la cabeza y en el corazón de los hombres donde no sólo comienzan las revoluciones, sino que las verdaderas mutaciones de la historia. Desgraciadamente, muchos revolucionarios tienen prisa por cambiar todo, salvo cambiar ellos mismos
ROGER GARAUDY
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